Historia de un muerto contada por él mismo
Por Alexandre Dumas Una noche de diciembre estábamos reunidos tres amigos en el taller de un pintor. Hacía un tiempo sombrío y frío, y la lluvia golpeaba los cristales con un ruido continuo y monótono.
El taller era inmenso y estaba débilmente iluminado por la luz de una chimenea en torno a la que conversábamos.
Aunque todos fuéramos jóvenes y joviales, la conversación había tomado, a pesar nuestro, un aire de aquella noche triste, y las palabras alegres se habían agotado rápidamente.
Uno de nosotros reanimaba constantemente la hermosa llama azul de un ponche que arrojaba sobre todos los objetos circundantes una claridad fantástica. Los inmensos bosquejos, los cristos, las bacantes, las madonas, parecían moverse y danzar sobre las paredes, como grandes cadáveres fundidos en el mismo tono verdoso. Aquel vasto salón, resplandeciente de día por las creaciones del pintor, lleno de sus sueños, había tomado aquella noche en la penumbra, un carácter extraño.
Cada vez que la pequeña cuchara de plata volvía a caer en el tazón lleno de licor encendido, los objetos se reflejaban sobre los muros con formas desconocidas y con tintes inauditos; desde los viejos profetas de barbas blancas hasta esas caricaturas que cubren las paredes de los talleres, y que parecen un ejército de demonios como los que aparecen en sueños o como los que dibujaba Goya. Además, la calma brumosa y fría del exterior aumentaba lo fantástico del interior; cada vez que mirábamos aquella claridad por un instante, nos veíamos a nosotros mismos con rostros de un gris verdoso, con los ojos fijos y brillantes como rubíes, los labios pálidos y las mejillas hundidas. Quizá lo más impresionante era una máscara de yeso, moldeada sobre el rostro de uno de nuestros amigos, muerto hacía algún tiempo, máscara que, colgada cerca de la ventana, recibía en su perfil el reflejo del ponche, lo que le daba una fisonomía extrañamente burlona.
Todo el mundo ha sufrido como nosotros la influencia de salones vastos y tenebrosos, como los describe Hoffmann o como los pinta Rembrandt; todo el mundo ha experimentado, al menos una vez, esos miedos sin causa, esas fiebres espontáneas a la vista de objetos a los que el rayo pálido de la luna o la luz dudosa de una lámpara otorgan una forma misteriosa; todo el mundo se ha encontrado en una habitación grande y sombría, junto a un amigo, escuchando algún cuento inverosímil y experimentado ese terror secreto que puede cesar de golpe encendiendo una lámpara o hablando de otra cosa; lo que evitamos hacer, porque es muy grande la necesidad de emociones, verdaderas o falsas, que tiene nuestro pobre corazón.
En fin, aquella noche, éramos tres. La conversación, que nunca toma la línea recta para llegar a su meta, había seguido todas las fases de nuestras ideas veinteañeras: unas veces ligera como el humo de nuestros cigarrillos, otras vivaz como la llama del ponche, en las demás, sombría como la sonrisa de aquella máscara de yeso.
Habíamos llegado a un punto en el que no hablábamos siquiera; los cigarros, que seguían el movimiento de las cabezas y de las manos, brillaban como tres aureolas girando en la sombra.
Era evidente que el primero que abriera la boca y que turbara el silencio, aunque fuera para una broma, causaría inquietud a los otros dos; hasta tal punto estábamos sumidos, cada uno por nuestro lado, en una ensoñación miedosa.
-Henri -dijo el que vigilaba el ponche, dirigiéndose al pintor-, ¿has leído a Hoffmann?
-¡Por supuesto! -respondió Henri.
-Y, ¿qué piensas de él?
-Pienso que es admirable, y tanto más, porque creía evidentemente en lo que escribía. Por lo que a mí respecta, sólo sé que cuando lo leía por la noche, me iba a la cama, frecuentemente, sin cerrar mi libro y sin atreverme a mirar detrás de mí.
-¿O sea, que te gusta lo fantástico?
-Mucho.
-¿Y a ti? -preguntó dirigiéndose a mí.
-También.
-Pues bien, voy a contarles una historia fantástica que me ocurrió.
-Esto no podía acabar de otro modo; cuenta.
-¿Es una historia que te ocurrió a ti mismo? -pregunté.
-A mí mismo.
-Pues cuenta, hoy estoy dispuesto a creer todo.
-Tanto más, cuanto que, palabra de honor, puedo afirmar que soy el héroe.
-Bueno, adelante, te escuchamos.
Dejó caer la pequeña cuchara en el tazón. La llama se apagó poco a poco, y permanecimos en una oscuridad casi completa, con sólo las piernas iluminadas por el fuego de la chimenea.
Él comenzó:
-Una noche, hará aproximadamente un año, hacía el mismo tiempo que hoy, el mismo frío, la misma lluvia, la misma tristeza. Yo tenía muchos enfermos, y después de haber hecho mi última visita, en lugar de ir un instante a Les Italiens como tenía por costumbre, hice que me llevaran a mi casa. Vivía en una de las calles más desiertas del barrio Saint-Germain. Estaba muy cansado y me acosté pronto. Apagué la lámpara y, durante algún tiempo, me entretuve mirando el fuego, que ardía y hacía danzar grandes sombras sobre la cortina de mi cama; finalmente, mis ojos se cerraron y me dormí.
Hacía aproximadamente una hora que dormía cuando sentí una mano que me sacudía vigorosamente. Me desperté sobresaltado, como quien espera dormir mucho tiempo, y observé con asombro al visitante nocturno. Era mi criado.
-Señor -me dijo-, levántese inmediatamente, le buscan para que visite a una joven que se muere.
-¿Y dónde vive esa joven? -le pregunté.
-Casi enfrente; además, ahí está la persona que ha venido por usted para acompañarle.
Me levanté y me vestí apresuradamente, pensando que la hora y la circunstancia harían perdonar mi vestimenta; cogí mi lanceta y seguí al hombre que me habían enviado.
Llovía a cántaros.
Afortunadamente, no tuve más que atravesar la calle y al instante estuve en casa de la persona que reclamaba mis cuidados. Vivía en un palacete vasto y aristocrático. Crucé un gran patio, subí los peldaños de una escalinata y pasé por un vestíbulo donde se hallaban unos criados aguardándome. Me hicieron subir un piso y pronto me encontré en la habitación de la enferma. Era una gran habitación con viejos muebles de madera negra esculpida. Una mujer me introdujo en aquella habitación a la que nadie nos siguió. Fui dirigido hacia una gran cama de columnas, tapizada con una antigua y rica tela de seda, y vi, sobre la almohada, la más encantadora cabeza de madona que jamás haya soñado Rafael. Tenía unos cabellos dorados como una ola del Pactolo, enmarcando un rostro de un perfil angelical, los ojos semicerrados y la boca entreabierta dejaba ver una doble hilera de perlas. Su cuello resplandecía de blancura, puro de líneas; su camisa entreabierta insinuaba un pecho hermoso capaz de tentar a San Antonio y, cuando cogí su mano, recordé esos brazos blancos que Homero da a Juno. En fin, aquella mujer era una mezcla del ángel cristiano y de la diosa pagana; todo en ella revelaba la pureza del alma y la fogosidad de los sentidos. Hubiera podido pasar al mismo tiempo por la santa Virgen o por una bacante lasciva, enloquecer a un sabio y dar la fe a un ateo. Cuando me acerqué a ella, sentí a través del calor de la fiebre ese perfume misterioso hecho de todos los perfumes que emana la mujer.
Permanecí sin recordar la causa que me había llevado allí, mirándola como una revelación y sin encontrar nada semejante ni en mis recuerdos ni en mis sueños. Cuando ella volvió la cabeza hacia mí, abrió sus grandes ojos azules y me dijo:
-Sufro mucho.
Sin embargo, no tenía casi nada. Una sangría y estaba salvada. Cogí mi lanceta y en el momento de tocar aquel brazo tan blanco, mi mano tembló. Pero el médico se impuso al hombre. Cuando abrí la vena, corrió una sangre pura como de coral en fusión, y ella se desvaneció.
Ya no quise dejarla. Me quedé a su lado. Experimentaba una secreta felicidad por tener la vida de aquella mujer entre mis manos. Detuve la sangre, ella volvió a abrir poco a poco los ojos, se llevó la mano que tenía libre a su pecho, se giró hacia mí, y mirándome, con una de esas miradas que condenan o salvan, me dijo:
-Gracias, sufro menos.
Había tanta voluptuosidad, tanto amor y tanta pasión alrededor de ella que yo estaba clavado en mi sitio, contando cada latido de mi corazón por los latidos del suyo, escuchando su respiración todavía un poco febril, y diciéndome que si había alguna cosa del cielo en esta tierra, debía ser el amor de aquella mujer.
Se durmió.
Yo estaba arrodillado sobre los peldaños de su cama, como un sacerdote en el altar. Una lámpara de alabastro colgada del techo lanzaba una claridad encantadora sobre todos los objetos. Estaba solo a su lado. La mujer que me había introducido había salido para anunciar que su ama estaba bien y que no se necesitaba a nadie. Era verdad, su ama estaba allí, tranquila y hermosa como un ángel dormido en su plegaria. En cuanto a mí, yo estaba loco...
Pero no podía quedarme en aquella habitación toda la noche. Por tanto, salí también sin hacer ruido para no despertarla. Receté algunos cuidados al irme, y dije que volvería al día siguiente.
Cuando regresé a mi casa, estuve desvelado por su recuerdo. Comprendí que el amor de aquella mujer debía ser un encantamiento eterno hecho de ensoñación y de pasión; que debía ser púdica como una santa y apasionada como una cortesana; concebí que debía ocultar al mundo todos los tesoros de su belleza, y que a su amante debía entregarse desnuda por entero. En fin, su imagen quemó mi noche, y cuando llegó la claridad yo estaba locamente enamorado.
Más tarde, tras los pensamientos locos de una noche agitada, llegaron las reflexiones. Me dije que un abismo infranqueable me separaba de aquella mujer; que era demasiado bella para no tener un amante; que debía ser demasiado amado para que ella le olvidase, y me puse a odiar sin conocer a aquel hombre, a quien Dios daba tanta felicidad en este mundo, para que pudiera sufrir, sin protestar, una eternidad de dolores.
Esperaba impaciente la hora a la que podía presentarme en su casa, y el tiempo que pasé esperándola me pareció un siglo.
Finalmente, llegó la hora y salí.
Cuando llegué, me hicieron entrar en una reducida habitación exquisita, de un rococó furioso, de un pompadour sorprendente; estaba sola y leía. Un gran vestido de terciopelo negro la ceñía por todas partes, no dejando ver, como en las vírgenes del Perugino, más que las manos y la cabeza. Tenía el brazo que yo había sangrado coquetamente en cabestrillo y extendía ante el fuego sus pequeños pies, que no parecían hechos para caminar sobre esta tierra. Esa mujer era tan completamente bella que Dios parecía haberla dado al mundo como un esbozo de los ángeles.
Me tendió la mano y me hizo sentar a su lado.
-¿Tan pronto levantada, señora? -le dije-, usted es imprudente.
-No, soy fuerte -me contestó sonriendo-, he dormido muy bien y, además, no estaba enferma.
-Sin embargo, decía que sufría.
-Más del pensamiento que del cuerpo -dijo con un suspiro.
-¿Tiene alguna pena, señora?
-Oh, una profunda. Afortunadamente, Dios también es médico y ha encontrado la panacea universal, el olvido.
-Pero hay dolores que matan -le dije.
-Y bien, la muerte o el olvido, ¿no es lo mismo? La una es la tumba del cuerpo, la otra la tumba del corazón, eso es todo.
-Pero usted, señora -dije-, ¿cómo puede tener una pena? Está demasiado alta para que la alcance, y los dolores deben sentirse bajo sus pies como las nubes bajo los pies de Dios; las tormentas para nosotros, para usted la serenidad.
-Eso es lo que le engaña -continuó ella-, y lo que prueba que toda su ciencia se detiene ahí, en el corazón.
-Y bien -le dije-, trate de olvidar, señora. Dios permite a veces que una alegría suceda a un dolor, que la sonrisa suceda a las lágrimas, ¿cierto?; y cuando el corazón de aquel que prueba está demasiado vacío para llenarse solo, cuando la herida es demasiado profunda para cerrar sin ayuda, envía al camino de aquella a la que quiere consolar otra alma que la comprende porque sabe que se sufre menos sufriendo a dúo; y llega un momento en que el corazón vacío se llena de nuevo o la herida cicatriza.
-¿Y cuál es el dictamen, doctor -me dijo ella-, con qué cura semejante herida?
Se hizo un silencio bastante largo durante el cual admiré aquel rostro divino, sobre el que la media luz filtrada a través de las cortinas de seda arrojaba tintes encantadores, y admiré también aquellos hermosos cabellos de oro, no sueltos como en la víspera, sino alisados sobre las sienes y cogidos en la nuca.
Desde el principio, la conversación había adoptado un aire triste; por eso aquella mujer me pareció más radiante aún que la primera vez, con su triple corona de belleza, pasión y dolor. Dios la había probado con el dolor y era preciso que aquel a quien ella diera su alma aceptara la misión, doblemente santa, de hacerle olvidar el pasado y esperar el futuro.
Por eso permanecí ante ella, no ya loco como lo estaba la víspera ante su fiebre, sino recogido ante su resignación. Si me hubiera sido dada en aquel momento, habría caído a sus pies, le habría cogido las manos y hubiera llorado con ella como con una hermana, respetando al ángel y consolando a la mujer.
Pero ¿cuál era aquel dolor que había que hacer olvidar, que había causado aquella herida sangrante todavía? Era lo que yo ignoraba, lo que debía adivinar, porque ya existía entre la enferma y el médico suficiente intimidad para que me confesase una pena, pero no la suficiente para que me contara la causa. Nada a su alrededor podía ponerme sobre la pista. En la víspera, nadie había ido a su cabecera para inquietarse por ella; al día siguiente, nadie se presentaba para verla. Aquel dolor debía estar, pues, en el pasado y reflejarse sólo en el presente.
-Doctor -me dijo de pronto saliendo de su ensoñación-, ¿podré bailar pronto?
-Sí, señora -le dije yo, asombrado por aquella transformación.
-Es que tengo que dar un baile hace mucho tiempo programado -continuó ella-; ¿vendrá, verdad? Debe tener una opinión malísima de mi dolor que, haciéndome soñar de día, no me impide bailar de noche. Es que verá, es uno de esos pesares que hay que empujar al fondo del corazón para que el mundo no sepa nada; una de esas torturas que debemos enmascarar con una sonrisa para que nadie las adivine. Quiero guardar para mí sola lo que sufro, como otro guardaría su alegría. Este mundo, que tiene envidia y celos al verme bella, me cree feliz, y es una convicción que no quiero quitarle. Por eso bailo, con riesgo de llorar al día siguiente, pero de llorar sola.
Me tendió la mano con una mirada indefinible de candor y de tristeza, y me dijo:
-¿Hasta pronto, verdad?
Yo llevé su mano a mis labios y salí.
Llegué a mi casa atontado.
Desde mi ventana veía las suyas; y me quedé todo el día mirándolas, oscuras y silenciosas. Me olvidaba de todo por aquella mujer; no dormía, no comía; por la noche tenía fiebre, al día después por la mañana, delirio, y a la noche siguiente estaba muerto."
-¡Muerto! -exclamamos nosotros.
-Muerto -contestó nuestro amigo con un acento de convicción imposible de transcribir-, muerto como Fabien cuya máscara está ahí.
-Continúa -le dije.
La lluvia golpeaba contra los cristales. Volvimos a echar leña en la chimenea, cuya llama roja y viva disminuía un poco la oscuridad que invadía el taller.
Él continuó:
-A partir de ese momento, sólo experimenté una conmoción fría. Fue, sin duda, el momento en que me arrojaron a la fosa.
Ignoro desde hacía cuánto tiempo estaba sepultado, cuando oí confusamente una voz que me llamaba por mi nombre. Me estremecí de frío sin poder responder. Algunos instantes después, la voz volvió a llamarme; hice un esfuerzo para hablar, pero, al moverse, mis labios sintieron el sudario que me cubría de la cabeza a los pies. A pesar de ello conseguí articular débilmente estas palabras:
-¿Quién me llama?
-Yo -respondió.
-¿Quién eres tú?
-Yo.
Y la voz iba debilitándose como si se hubiera perdido en el viento o como si no hubiera sido más que un ruido pasajero de las hojas.
Por tercera vez, todavía mi nombre llegó a mis oídos, pero esta vez el nombre pareció correr de rama en rama, de tal modo que el cementerio entero lo repitió sordamente, y oí un ruido de alas, como si mi nombre, pronunciado de pronto en el silencio, hubiera hecho volar una bandada de pájaros nocturnos.
Mis manos se elevaron hasta mi rostro como movidas por resortes misteriosos. Aparté silenciosamente el sudario que me cubría y traté de ver. Me pareció que despertaba de un largo sueño. Sentía frío.
Siempre recordaré el espanto sombrío del que estaba rodeado.
continua abajo xd